sábado, 30 de junio de 2012


El Bautismo, fuente de la vocación y misión del cristiano
Autor: Miguel Salazar S.




Capítulo 3: El Bautismo y la misión apostólica
El camino de desarrollo de la fe no se refiere únicamente al perfeccionamiento personal del cristiano, a su vocación a la santidad. Este crecimiento de la fe personal está, como indicamos más arriba, indesligablemente unido a la misión que el Señor encomienda a cada uno en la Iglesia. La gloria que el cristiano está llamado a dar al Padre junto con el Señor no se puede desligar del cumplimiento de la obra apostólica que se le encomienda a cada uno: «Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» (Jn 17,4).

Con el Bautismo el fiel empieza a participar de la misión del Pueblo de Dios. Esta dimensión apostólica del Bautismo se manifiesta de manera más plena en la Confirmación, que concluye la iniciación cristiana, y en la cual los cristianos «se comprometen mucho más, como auténticos testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y sus obras» (33).


La misión apostólica forma parte del Bautismo

En la Christifideles laici el Papa Juan Pablo II señala con claridad la consagración apostólica que nace del Bautismo: «Con esta "unción" espiritual, el cristiano puede, a su modo, repetir las palabras de Jesús: "El Espíritu del Señor está sobre mí; por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, y a proclamar el año de gracia del Señor" (Lc 4,18-19; ver Is 61,1-2). De esta manera, mediante la efusión bautismal y crismal, el bautizado participa en la misma misión de Jesús el Cristo, el Mesías Salvador» (34).

La identidad apostólica marca pues al bautizado tan profundamente como el Bautismo mismo. La incorporación a la Iglesia supone la obligación de «confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia» (35). La legislación de la Iglesia, al precisar quiénes son los fieles cristianos, da un lugar central a esa misión apostólica: «Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el Bautismo, se integran en el Pueblo de Dios, y hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo» (36).

La misión que forma parte de la identidad de todo bautizado implica y exige el cumplimiento de la misión propia a la que cada uno está llamado en el servicio de la Iglesia. El compromiso activo con la misión apostólica del Pueblo de Dios se hace vida en la entrega a los horizontes concretos de servicio apostólico a los cuales el Señor convoca a cada uno.

Esta misión común pero encomendada a cada uno de manera singular da lugar a unos deberes apostólicos específicos, pero supone también el derecho de trabajar en el servicio evangelizador, tanto personal como asociadamente, como lo recuerda el Código de Derecho Canónico con respecto a los laicos (37).. Como respuesta a la conciencia de ese deber y en ejercicio de ese derecho han surgido en los últimos tiempos múltiples formas de apostolado laical, tanto personal como sobre todo asociado, entre las cuales hay que destacar de forma particular los movimientos eclesiales. El derecho de asociación nace de la misma naturaleza de comunión de la Iglesia, que hunde sus raíces en el Bautismo, y en particular de la misión apostólica que forma parte de la consagración bautismal. Lo recuerda claramente el Santo Padre: «Ante todo debe reconocerse la libertad de asociación de los fieles laicos en la Iglesia. Tal libertad es un verdadero y propio derecho que no proviene de una especie de "concesión" de la autoridad, sino que deriva del Bautismo, en cuanto sacramento que llama a todos los fieles laicos a participar activamente en la comunión y misión de la Iglesia» (38).

El surgimiento de nuevas formas asociativas en el empeño apostólico surge de la misma naturaleza del Bautismo. El empeño apostólico de cada bautizado, así como de las distintas asociaciones en que se integran, realiza la misión de la Iglesia toda, en la cual participan todos los fieles cristianos. Por ello la misión de cada bautizado, aunque en las distintas formas que adquiere revista características y acentos particulares, nunca es individual ni meramente grupal, sino eclesial, pues es participación en la misión de la Iglesia.


«Partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo»

La misión apostólica que proviene del Bautismo confiere la participación en el oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo. Esta participación vale para todos los fieles cristianos en cuanto bautizados, y es necesario afirmarla de manera particular con respecto a los laicos, «fieles incorporados a Cristo por el Bautismo, que forman parte del Pueblo de Dios ejerciendo desde su propia vocación la función sacerdotal, profética y real de Cristo, y que en tal sentido ejercen tanto en la Iglesia, así como en el mundo, la misión común: "propagar el reino de Cristo en toda la tierra para gloria de Dios Padre, y hacer así a todos los hombres partícipes de la redención salvadora y por medio de ellos ordenar realmente todo el universo hacia Cristo" (39) » (40).

La participación en el oficio sacerdotal se da ante todo por la unión de los fieles al sacrificio de Jesucristo en «el ofrecimiento de sí mismos y de todas sus actividades (ver Rom 12,1-2)» (41), que se plenifica en la participación de la oblación eucarística. Exige vivir una espiritualidad de la vida cotidiana, en la cual «todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal..., e incluso las mismas pruebas de la vida», vividos en el Espíritu, «se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (ver 1Pe 2,5)» (42).

Por la participación en el oficio sacerdotal, «la vocación a la santidad está ligada íntimamente a la misión» (43). La santidad es la condición de todo apostolado eficaz, porque nadie da lo que no tiene, y porque una predicación del Evangelio que no tenga sustento en el testimonio de vida no tiene credibilidad. Como enseña Santo Domingo, «el mejor evangelizador es el santo, el hombre de las bienaventuranzas» (44).. El primer campo de apostolado ha de ser siempre el evangelizador mismo, permanentemente evangelizado, porque el primer servicio evangelizador que el fiel le debe a la Iglesia y a los demás es el esfuerzo por su propia santidad.

Pero la dimensión apostólica de la santidad personal sería incompleta sin la predicación activa del Evangelio. La participación en el oficio profético del Señor Jesús se da en el testimonio explícito de la verdad evangélica, en la participación eficaz de todos los fieles en la acción evangelizadora de la Iglesia, no sólo mediante «el testimonio de la vida», sino también «con el poder de la palabra» (45).. A lo largo de toda la historia de la Iglesia este testimonio ha ido adquiriendo formas siempre renovadas para hacer presente el Evangelio a todos los hombres y a todas las realidades humanas. En los últimos tiempos vienen siendo particularmente importantes las formas asociadas de apostolado, particularmente en el ámbito laical.

El esfuerzo por responder al reto de la evangelización presupone y exige una formación constante en la fe, para poder responder a los retos concretos de los hombres y mujeres de cada tiempo y dar un testimonio eficaz en la cultura. A su vez, la actividad evangelizadora conduce a un crecimiento en la fe, porque «la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!» (46).

La participación en el oficio real convoca a los bautizados a «servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia. Los cristianos participan de este oficio del Siervo sufriente, antes que nada, mediante la lucha espiritual para vencer en sí mismos el reino del pecado (ver Rom 6,12); y después en la propia entrega para servir, en la justicia y en la caridad, al mismo Jesús presente en todos sus hermanos, especialmente en los más pequeños (ver Mt 25,40)» (47). Aquí entra en juego con toda su radicalidad la exigencia de un servicio solidario a los pobres. Al mismo tiempo, el horizonte del Reino manifiesta que la misión apostólica no queda en el ámbito personal, sino que se trata de transformar todo lo humano mediante la «palabra de la reconciliación» (2Cor 5,19), buscando «dar de nuevo a la entera creación todo su valor originario» (48). En este empeño cobra toda su importancia la evangelización de la cultura, que conduce a la Civilización del Amor.